Sobre el caracter del saber pedagógico
Hace unos meses dí una charla en la Escuela Universitaria de Educación de Palencia cuyo título fue: Pedagogía: ¿Arte o ciencia? Un viejo debate inacabado. Por lo que decía en la presentación de esta página, el tema es aquí muy pertinente. Aquella conferencia se pubicó en una revista y se recohe en la BIBLIOGRAFÍA de este sítio. Sin embargo, no hay inconveniente en extraer aquí unos pocos párrafos, útiles para ir atando cabos sueltos que voy dejando en distintos lugares de esta Materia y fantasía pedagógicas.
«Si la pedagogía es (o nos parece que es) una ciencia o un arte no es cuestión baladí, ya que profundizar en ella implica abordar otros asuntos como la relación entre teoría y práctica pedagógicas, la formación del profesorado, la naturaleza del saber-poder en el campo educativo o la naturaleza de las relaciones maestro-alumnos y algunas más. No es poca cosa… Además, se trata de un dilema que históricamente ha sido objeto de encendidos debates. Sobre todo desde que la pedagogía, desgajada de la filosofía y establecida como saber independiente, se vistió con las ropas de las ciencias experimentales, y en sus desarrollos didácticos pretendió aportar prescripciones de carácter “científico”, como orientaciones ciertas y universales (incluso cuando se plantean como adaptables a contextos reales) para el ejercicio de la enseñanza. (...)»
« (...) no voy a ofrecer contundentes certidumbres sobre la naturaleza de la pedagogía. Invito más bien a sospechar en los siguientes términos: ¿podemos estar seguros de que este dilema que trato de abordar es un dilema real? Me inclino a pensar que ciencia versus arte no es más que una de tantas escaramuzas que florecen con especial abundancia en una lucha simbólica muy propia del campo educativo; es decir ¿hasta qué punto la contraposición entre ciencia o arte en la pedagogía no proviene de distintos intereses de grupos, de distintas posiciones de poder y contrapoder en la cancha ideológica?» (...) «No deberíamos dejarnos encantar o atrapar por falsos problemas o, más exactamente, por problemas que se presentan como objetivos, como esenciales, cuando están hondamente atravesados por el juego discursivo en el que se confrontan diferencias corporativas, de clase social, de género; cuando no son más que la cáscara con la que se defienden o atacan unos frente a otros. En definitiva, hemos de estar alerta para no dejarnos enredar en problemas ideológicos, que no son problemas reales de conocimiento.»
«Al hablar de arte (...) me refiero a una acepción muy común que remite a un conjunto de habilidades y de conocimientos que nacen de la experiencia práctica y se nutren de ella. A ese arte propio de un oficio (el de maestro), que también remite a la artesanía. Me refiero, en fin, a un concepto muy aproximado al que se recoge en el diccionario de la RAE: Virtud, disposición y habilidad para hacer algo. Conjunto de preceptos y reglas necesarios para hacer bien algo. Maña, astucia.»
Creo que, para "hacer juego" con esta págiana dedicada a la memoria profesional es pertinente recoger algunos párrafos de un apartado de la conferencia:
«Algunos recuerdos, metáforas y consideraciones añadidas
Me permito acudir a ciertos recuerdos de mis primeros días como maestro de escuela. Mi bagaje pedagógico en aquellos tiempos de aprendiz lo considero, sin paliativos, nulo. Puede entenderse tan rotunda afirmación si se tiene en cuenta que estudié como alumno “libre” la carrera de magisterio en los años sesenta del pasado siglo, cuando un joven de diecisiete o dieciocho años podía salir de la Normal, totalmente ayuno de ideas didácticas, sin saber lo que era una escuela. En mi caso, y en muchos otros, mis intereses más conspicuos nada tenían que ver con los supuestos de un estudiante normalista. Nada de vocación docente declarada, … Por cierto: ese mito vocacional del maestro, de connotaciones muy similares al del sacerdote o soldado y pieza importante en el discurso pedagógico, también habría de ser revisado a fondo. Frente a la conveniente y abundante creencia la vocación, que puede traducirse como gusto por el oficio, se consigue (es consiguiente) o no al ejercicio profesional, se construye.
El primer día de clase el director me lleva a mi aula, me presenta brevemente a los niños y se despide:
–Bueno aquí te dejo con estos… A ver si os portáis bien y no tiene que darme D. Julio ninguna queja.
Me quedé solo mirando al grupo de niños que, a su vez, me miraban expectantes y… esperaban. No sabía que hacer ni que decir, pero rápidamente me di cuenta de que algo había que hacer. Esa puede ser una primera lección pedagógica: el vacío es insoportable, los que pueblan las aulas han de saber que ha de hacerse en cada momento, aunque sea escuchar en silencio al maestro. Por eso la experiencia pedagógica acumula una ingente cantidad de infinitivos para anular el horror vacui de cada situación concreta: leer, escribir, escuchar, cantar, pintar, recitar, copiar, contestar, preguntar, calcular, etc, etc.. ¿Quién me dio las primeras e importantes pautas pedagógicas? Pues, claramente, los niños. Ellos empezaron a orientarme:
– Don Julio, ahora abrimos el libro de matemáticas; ahora toca recreo; ahora nos pregunta la lección de ayer; cuando uno se porta mal se le castiga así y asao; el dictado lo corregimos todos juntos; cuando no entendemos una cosa nos la explica el maestro; etc., etc.
Así, mis alumnos me iban informando de las rutinas prácticas; de la estructura de acciones, pautas y relaciones características de lo que se ha llamado cultura empírica de la escuela. Naturalmente niños y yo simulábamos que yo ya sabía lo que ellos me iban enseñando y de esta forma me animaba la sensación de ir tomando las riendas de lo cotidiano con satisfacción de las partes: yo soy el maestro y ellos los alumnos. Cada cual en su lugar. También aprendí con otras observaciones y comentarios de mis compañeros de oficio, o con el mismo uso del utillaje escolar y explorando otras posibilidades que tenía a mano. En resumen, fue mi aprendizaje pedagógico algo que se dio en el mismo contexto escolar. Como los aprendices de tantos otros oficios. En realidad como fue siempre, desde los orígenes gremiales del magisterio. Sospecho que así sigue siendo, por lo que aprecio en el desenvolvimiento de los alumnos del practicum que pasaron por mi escuela no hace demasiados años.
Mi vida profesional empezó a transcurrir normalmente: ya estaba dotado para representar en el teatro escolar miles de funciones durante muchos años. El caso es que llegué a ser lo que se llama un “buen maestro”, ilustrado y competente, posiblemente por causas que no me son fáciles de entender y menos de explicar. Digamos que me pasó como a uno de esos actores aficionados que se encuentran de pronto, sin saber quien era Stanislavski ni conocer teoría del teatro alguna y sin embargo se convierten en buenos actores. La metáfora teatral no es gratuita. En alguna ocasión he defendido la idea de que el aula podría compararse con un escenario donde el maestro ha de representar, ha de actuar para atrapar la atención del niño, ha de encandilar, encantar o mantener en vilo al espectador-alumno durante tiempos inteligentemente dosificados. La idea de aula-espectáculo teatral, del maestro-actor, que finge y escenifica, parece que despierta ecos de manipulación y eso, en mentalidades imbuidas por el espectro de una esencialista honestidad, de sinceridad y pureza que envuelve el más acendrado idealismo educativo, produce un efecto de rechazo y escándalo. En el lenguaje de la pedagogía idealista se prefiere hablar de motivar, despertar el interés del niño, o cosas similares. Sinceramente, yo no puedo entender la educación sin su pilar más firme y omnipresente que es, precisamente, la manipulación. Con el tiempo y los estudios pedagógicos que emprendí después, confirmé esa percepción esencial de la relación pedagógica: una relación de poder. Aunque se oculte y aunque la educación no directiva juegue con la treta de que el maestro “pudiera hacer como que no enseña”. La pirueta del idealismo pedagógico supone que ese maestro que “no enseña” sino que dispone las situaciones y los medios para que el alumno aprenda por si mismo (construya su propio aprendizaje se llegará a decir…) ha de ser el más versado en las ciencias del niño y de la educación. Se deja, paradójicamente, la devaluada imagen del maestro que “enseña”, para identificar a aquel que transmite y pretende embutir sus propios conocimientos en la mente del niño: la imagen del maestro ignaro en materia pedagógica.
Rousseau, principal apóstol de la educación no directiva (no manipuladora), expresaba la manipulación con toda claridad:
«Tomad un camino opuesto con vuestro alumno; que él crea siempre ser el maestro y que siempre lo seáis vosotros. No existe sujeción más perfecta como la que conserva la apariencia de la libertad; se cautiva así la voluntad misma. El pobre niño, que no sabe nada, que no puede nada, que no conoce nada, ¿no está a vuestra merced? ¿No disponéis con relación a él de todo lo que le rodea? ¿No sois el maestro para conducirle como os plazca? (…) Sin duda, él no debe hacer lo que quiere, sino que debe querer lo que vosotros queréis que haga; no debe dar un paso que vosotros no hayáis previsto; no debe abrir la boca sin que vosotros sepáis lo que va a decir. » (Rousseau, Emilio o la educación).
Es curioso, pero la estela roussoniana ha ido abriendo el camino de su aparente opuesto: el ciencismo pedagógico. Recuerdo también que unos años después de mi iniciación como maestro, los años en que la “pedagogía por objetivos” tenía un alto predicamento y la programación de la enseñanza se perseguía con especial obsesión, ese tecnicismo coexistía sin violencia alguna con toda la tradición liberadora, de la educación natural, de la escuela no directiva, etc. cuyo indiscutible mentor, aunque alejado en el tiempo, fue Rousseau. Es decir: a más ciencismo, más idealismo. (...)
Con estos recuerdos del aprendiz que fui un día y, sobre todo, con los comentarios añadidos, bien puede colegirse que entiendo la categoría de arte (o de artesanado) como especialmente apropiada para referirme a las prácticas pedagógicas.
Ahora bien: la educación como fenómeno histórico y social tiene un alcance muchísimo mayor que cualquier experiencia concreta y si por pedagogía entendemos el conocimiento que se ocupa de aquella actividad social, en absoluto ha de despreciarse, sino todo lo contrario.
Pienso, como Durkheim, que la mejor pedagogía es la historia de la pedagogía. Glosando esta línea de pensamiento, es del mayor interés entender la pedagogía como el conocimiento que, junto a otros, nos permite explicar lo que existe o ha existido y las causas de su existencia. Y al mismo tiempo creo que tiene escaso o nulo interés la consideración de la pedagogía como guía con pretensiones de prescribir “lo que hay que hacer en educación”. En resumen: personalmente tengo muchas prevenciones con aquella pedagogía que mira al futuro. Dicho de otra forma, aquellos pedagogos que dicen ser cultivadores de una ciencia en un sentido positivista o neo-positivista, parece que no pueden justificarse intelectualmente si no es atribuyéndose la capacidad de proyectar el futuro de la enseñanza, sin la ambición de ilustrar la regeneración de la escuela y las reformas educativas que den, por fin, los frutos esperados. Sin embargo, hay fundadas razones, especialmente si no damos la espalda a la historia de las ideas y teorías pedagógicas, para pensar que entre tales teorizaciones y las prácticas de enseñanza hay relaciones oscuras, a veces francas disociaciones, muchas veces transformaciones imprevistas y nunca una relación directa y cierta.
Con tales presupuestos, y ya que uno de los rasgos atribuidos a las ciencias positivas es su capacidad de predicción, su carácter de saber aplicado, quedamos libres de algunas preocupaciones. Por ejemplo, de averiguar si la pedagogía “alcanza” o no el rango de ciencia, o por si es una promesa de ciencia en formación o ciencia posible (eso afirman algunos). Y, por el lado contrario, cuando oímos afirmar rotundamente que la pedagogía no es ni puede ser una ciencia (con mayúsculas) lo más sensato sería contestar: ¡Bueno ¿Y qué?! No por ello deja de merecer la mayor atención por nuestra parte.
Todos los que nos dedicamos al mundo de la educación deberíamos apropiarnos, al máximo nivel posible, del conocimiento sobre las ideas pedagógicas, sobre las instituciones y políticas de la cultura que históricamente han sido inventadas en torno a la escuela al menos en los últimos doscientos años. Recomiendo, precisamente, no dejar en manos de expertos y académicos el dominio del conocimiento de la pedagogía. Ese dominio teórico puede permitir que el conocimiento se revuelva contra sí mismo, se convierta en fundamento de la crítica y, aunque este camino conduzca al desasosiego y a la incomodidad, es el único que permite desmantelar mitos e idealismos.»